Fabrizio
Andreella
fabrizio108@yahoo.com
fabrizio108@yahoo.com
Trascendencia y deidad
No cabe duda de que el
célebre lema de Nietzsche “Dios ha muerto”, fue profético. El siglo XX es la época de la historia occidental que menos ha
involucrado al Todopoderoso en la construcción del mundo terrenal. Alejado en
los cielos, invocado nada más como puro formalismo, Dios ha sucumbido por falta
de atención humana.
¿El fallecimiento del Altísimo implica automáticamente la
desaparición de las Alturas donde residía? ¿El tamaño del Dios religioso cubre
todo el espacio de la trascendencia? No se trata de preguntas espirituales –que
cada quien examina en su alma–, sino psico y sociológicas. Posiblemente,
explorarlas nos pueda ayudar a entender nuestro destino antropológico.
Sí, es cierto, actualmente la trascendencia no se apoya en una
tradición religiosa, aunque lo que el mercado de los sueños promete es anhelado
y perseguido con una disposición devocional. También es cierto que la
trascendencia hoy se pulveriza en ambiciones personales solipsistas y mundanas,
como la celebridad, el dinero, el sexo y el poder: sugestivos placebos que
sirven de parodia de la felicidad.
Sin embargo, aun admitiendo una evolución y una morfogénesis
que la hacen casi irreconocible, la trascendencia (por lo menos la del deseo
terrenal) permanece viva en la experiencia humana y sigue siendo muy influyente
en las formas de pensar, desear, vivir. En realidad, la trascendencia nunca ha
desaparecido del horizonte, ni siquiera en la noche atormentada que hospedó la
pesadilla nazi-fascista. Incluso la tradición marxista, que asumió una
perspectiva polémicamente inmanentista en contra de la religión, tenía una
visión trascendente de la revolución, que reemplazaba la salvación eterna con la
dictadura del proletariado.
Collages de Kevin Rupprecht |
En el siglo XX, con el monumental
avance de la técnica, aunque oculta por la lucha entre ideologías políticas, la
trascendencia colgó el hábito religioso que anteriormente los hombres asociaban
con ella hasta identificarla con la religión. Pero, a decir verdad, no es que la
trascendencia se haya decidido por un frívolo cambio de ropa, sino que el mundo
de la técnica ha conquistado el Olimpo, obligándolos a vestir el atuendo del
progreso técnico.
En este mundo prevalece “una visión de la persona humana de una
sola dimensión según la cual el hombre se reduce a lo que produce y lo que
consume”. Las comillas son para Jorge Mario Bergoglio, que en sus primeros días
romanos quiso expresar su preocupación por este envilecimiento tecnocrático. El
vicario de Cristo cree que para contrastar esta tendencia actual “debemos
mantener viva en el mundo la sed de absoluto”.
Es un hecho deseado y deseable que un pontífice –y por si fuera
poco, latinoamericano– declare su inquietud por la reducción del ser humano a
homo œconomicus. Y tal vez es normal y excusable que un Papa considere
“Dios” y “absoluto” como dos palabras intercambiables. Sin embargo, esta
simplificación lingüística –que quiero pensar desprovista de la legendaria
astucia jesuítica– no nos ayuda a entender la experiencia de la trascendencia en
la postmodernidad.
Curiosamente, el jefe de una Iglesia que se considera defensora
de la humanidad contra el relativismo, usa un concepto como el de “absoluto”,
que se entrega con facilidad al lenguaje especulativo de la filosofía. En
cambio, es interesante adoptar laicamente la palabra que el Papa no quiso o no
pudo usar para defender la trascendencia: lo sagrado.
Un concepto
indefinible
Lo sagrado difícilmente se puede enjaular en una definición e
implica una forma de acercamiento a la trascendencia que escapa a la lógica
racional. Émile Durkheim, Rudolf Otto, Marcel Mauss, Bronislaw Malinowski,
Gerardus van der Leew, Mircea Eliade, Roger Caillois y René Girard son los que
más han explorado el concepto de lo sagrado.
Mundo que funde el bien y el mal, realidad última, esfera de un
poder invisible, terrorífico y al mismo tiempo fascinante, substrato ontológico
de la realidad, espacio de la violencia primigenia necesaria para la fundación
del mundo, orden superior, territorio defendido contra la impureza del tiempo y
de las formas, misterio obscuro perseguido por la racionalidad que quiere
explicarlo, recinto amurallado donde se alberga lo indiferenciado, experiencia
de la otredad... Estas son solamente algunas de las sugestiones que emergen de
las páginas de estos autores extraordinarios.
Sin embargo, la postmodernidad nos exige revisar no sólo el
concepto, sino el papel y la ubicación de lo sagrado.
La técnica es un ambiente y un sistema que tiene una teleología
autorreferencial. Se autolegitima sin interrogarse sobre su finalidad, que es
solamente su eficiencia y su potenciación. A posteriori, todas sus
producciones se aprovechan de una justificación que magnifica sus efectos,
oculta las contraindicaciones y olvida su influencia sobre la percepción de la
realidad. La consolidación definitiva de esta estructura obliga al ser humano a
adaptarse incesantemente al mundo psíquico y físico creado por la maquinaria de
la técnica. En este contexto de continua y acelerada transformación, ¿qué pasó
con lo sagrado, que es el reino de la permanencia? ¿Se fue, se ocultó,
pereció?
Escenas
sagradas
Escena
1. Toda la semana ha sido de preparación para la ceremonia. Ya
ha llegado el día. Los feligreses se arreglan, toman los objetos necesarios para
el ritual, se acercan al templo y ocupan su lugar. Empiezan a cantar, usan sus
cuerpos como células de un gran organismo devoto que festeja a los dioses y
éstos se muestran, hacen milagros, piden a los feligreses que canten más fuerte
para ayudarlos en su lucha. Al final de la celebración, los dioses se acercan,
sonríen y hasta aplauden a la muchedumbre fervorosa que los ha acompañado.
Escena
2. Desde la madrugada los feligreses se juntan en religioso
silencio, acercándose lo más posible al portón del templo. La fe les ha enseñado
la paciencia; la esperanza les da la fuerza para aguantar; la caridad les otorga
la comprensión hacia los creyentes más alterados. Las dificultades son solamente
pruebas para reforzar la devoción. Las primeras luces del amanecer despiertan a
los fieles, aplastados en el piso. La puerta del templo por fin se abre, los
oficiantes encargados de la vigilancia dejan pasar a unos cuantos feligreses
que, al salir, permitirán a otros entrar para la celebración. Todos salen del
santuario con una reliquia protegida por una elegante envoltura y se van a sus
casas, donde, con veneración, perpetúan el culto en silencio, regresando a la
vida de anacoretas.
Escena
3. El feligrés se acerca al altar con la máxima concentración.
Nada lo distrae, su atención es firme, constante, focalizada en la divinidad que
se revela poco a poco. La convergencia de todos los sentidos y el latido
acelerado del corazón lo transforman en una bala contemplativa, que tiene como
única aspiración terminar su trayecto en la belleza celestial que tiene frente a
sus ojos. La deidad se acerca, se aleja, pone a prueba la tenacidad de los
asistentes. ¿A qué están dispuestos a renunciar para vivir la experiencia
sagrada de la unión con lo divino? Los más devotos hacen ofrendas continuas y
cada vez más lujosas.
Estas tres escenas no salen del marco de pintorescos rituales
religiosos medievales, pero tampoco del de imaginarias sectas teocráticas del
futuro próximo. Son eventos habituales del mundo postmoderno, ese mundo que
normalmente es leído como la tumba de lo sagrado. Los escenarios son un estadio
de futbol, una tienda de Apple donde se estrena el último modelo de iPad y un
table dance.
Lo sagrado
postmoderno
Como se puede ver, varios elementos de lo sagrado religioso se
han transfigurado en importantes cultos profanos postmodernos, pintando a los
nuevos ídolos una aureola de superioridad e invulnerabilidad. He aquí otros
aspectos de lo sagrado religioso presentes en lo profano contemporáneo.
Los templos.
Hoy todas las celebraciones colectivas terminan en un único
recinto sagrado, un templo luminoso que engloba todos los templos: la pantalla.
En ella desfilan los santos (hoy presentes en la forma pagana de celebridades) y
las reliquias del mercado mediático. En el templo mayor de la pantalla, seres y
objetos asumen semblantes divinos, pues por el mero hecho de estar allí se les
concede el título de hierofanía, de manifestación de lo sagrado.
La liturgia.
La sociedad postmoderna está repleta de liturgias mundanas
sacralizadas. Se ubican principalmente en el sector del entretenimiento, donde
la celebración se torna en espectáculo: la boda de William y Kate, el concierto
de Lady Gaga, el partido Barcelona-Real Madrid. Incluso el acto de la compra se
ha transformado en un ritual global estandarizado: la cola afuera de la tienda
para conquistar el nuevo iPod, el paseo al centro comercial cada domingo, el
peregrinaje de vacacionistas en los aeropuertos.
El
sacrificio. La estrella del rock que muere por sobredosis, el
campeón deportivo que se queda inválido por un accidente, el político que
termina su carrera por un escándalo, la diva del cine desfigurada por una
cirugía plástica: todas son versiones del sacrificio postmoderno que inmola a
algunos de los más afortunados de la comunidad como víctimas, para aplacar la
frustración social de la multitud anónima que, cíclicamente, alcanza los niveles
de peligro.
La profecía.
La edad de los profetas no ha terminado. Ayer eran los místicos,
hoy son los líderes carismáticos y las encuestas. La salvación ya no es el tema
de clérigos o revolucionarios armados, sino de publicistas que construyen
alrededor de los productos la teología y el utopismo actuales. La misma
Anunciación se ha fragmentado en miles de anuncios publicitarios.
Las reliquias.
La sacralización de los objetos de consumo les ha conferido un
aura de reliquias, como si fueran partes de un invisible e inaccesible cuerpo
sagrado, del cual conservan dotes sobrenaturales. Los nuevos instrumentos de
comunicación móvil, ciertas marcas de ropa y otros fetiches postmodernos están
cargados con un poder mágico, una plusvalía que otorga a quien los posee
cualidades percibidas y reconocidas por toda la comunidad como admirables. Son
objetos que tienen un componente fundamental del mundo mitológico: una narración
épica donde el héroe del mito es el dueño del objeto mismo.
La
sacralización de lo profano
En resumidas cuentas, ayer la aspiración del ser humano a un
más allá era monopolizada por el paraíso o la revolución, mientras que
hoy es más bien una elevación del estatus. Sin embargo, la percepción de una
esfera sagrada invisible y pre-racional que confiere un sentido a lo visible y
racional, no se ha muerto ni se ha diluido en la postmodernidad.
Simplemente, lo sagrado se ha fragmentado, multiplicando como
en una alucinación los edenes que relucen en el cielo. En cambio, lo profano
como experiencia postmoderna de la complejidad, de lo inauténtico como expresión
de la realidad y de la recomposición de fragmentos heterogéneos, se ha
sacralizado.
Hoy lo sagrado ya no es lo contrario de lo profano: más bien es
su esqueleto, sobre el cual la nueva mitología del consumo exhibe sus
divinidades. Si ayer lo sagrado era un espacio que contrarrestaba lo profano y
custodiaba los semblantes del Creador, en la época postmoderna es una condición
que se ha infiltrado en lo profano, ofreciéndole su esplendor a algunas
creaciones humanas. La trascendencia se ha vuelto un paradójico componente de la
materia, de los objetos que definen el paraíso privado del hombre postmoderno.
No sólo Nietzsche tuvo una visión inspirada sobre la
trascendencia en la sociedad venidera. Ya en 1856 otro personaje controvertido
había intuido que “el resultado de todos nuestros descubrimientos y progresos
parece no tener otra consecuencia más que otorgar a las fuerzas materiales una
vida espiritual y reducir la existencia humana a fuerza material”. Un profeta de
la postmodernidad que parece anticipar la preocupación de papa Francisco. ¿Su
nombre? Karl Marx.
No hay comentarios:
Publicar un comentario