El zapatismo no enseñó a leer el futuro como promesa, sino como construcción en progreso. Los pueblos de las montañas de Chiapas cumplen su parte. Dos décadas después viven y están bien, gobiernan sus vidas, defienden a México en los hechos, en sus vidas diarias de resistencia y producción colectiva, aprendizajes de cómo se gobierna y realizaciones tangibles. Pocos pueden hoy decir lo mismo. Y muchos otros cruzarían la frontera de una vez por todas, o casi.
El primero de enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) pareció salir a inmolarse en nombre de un sueño que sus combatientes no verían. Entre giros inesperados del destino, audaces jugadas de ajedrez contra la guerra encubierta sin reposo desatada por el gobierno, y muchos días, muchas noches, los indígenas rebeldes evolucionaron a la construcción de otra existencia posible que contradecía el mensaje tenaz de los poderes: “sólo es posible el mundo como está, y se joden”.
Hace 20 años era imposible prever que el país se precipitaría en corrupciones inenarrables, violencias extremas e inútiles, avaricia, polarización, engaño y represión. Que los sucesivos gobiernos, a pesar de llamados de atención como el del EZLN o los estallidos y movilizaciones populares que lo han sucedido, acabarían por vender nuestro territorio y lo que él contiene, su subsuelo, sus leyes, su soberanía. ¿A quiénes? A juntas directivas en lejanos países y accionistas jubilados que de México les importan sólo los dividendos en sus inversiones. Y por lo visto nuestros recursos y las mentiras del poder siguen a la alza en los mercados. Plata sangrienta, oro negro molido, maíces zombis, mano de obra barata y legalmente indefensa al modo porfirista.
El zapatismo ha sido un antídoto al desastre nacional. Bien haría el país en escucharlo otra vez. El EZLN, con su esfuerzo combatiente, la construcción pacífica de un pensamiento y una acción pública alternativa, les cumplió a sus pueblos. El millar y pico de comunidades tsotsiles, tseltales, ch’oles y tojolabales y algunos zoques y mames, que desde mediados de los años ochenta del siglo XX, y las que se fundaron a partir del 94 en las tierras recuperadas, le fueron apostando a esa rebeldía liberadora para vivir mejor, literalmente, en ejercicio de la libertad y la dignidad. Caracoles, juntas de buen gobierno, pueblos sonrientes, tierras que producen, escuelas y clínicas autónomas de paso modesto pero incesante.
En una feliz paradoja, el vigésimo aniversario del levantamiento y la declaración de guerra contra el olvido no es una conmemoración de muerte sino lección de vida. Colectiva, firme, generosa. Lástima que ni la clase política ni las cabezas parlantes le presten atención. Si hubieran escuchado otro gallo cantaría en esta Nación arrodillada al gran capital, y quién dijo Independencia, Revolución, etcétera.
Lo bueno es que la semilla no se acaba. A las puertas de 2014, los pueblos zapatistas representan un granero de alternativa para México. Nada más. Nada menos.
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