Tecnología y consumo: el futuro enfermo

Tecnología y consumo: el futuro enfermo
Sergio Gómez Montero
Modernidad enfermiza
Sin duda, uno de los problemas significativos del ensayo contemporáneo en México es su actualidad: ¿qué tanto las divagaciones en él contenidas tienen o no vinculación directa con el presente?; o bien, ¿qué tanto en el pasado y futuro ayudan al lector a enfrentar con certeza el tiempo presente? Ese es un problema ciertísimo de acción y presente; en otras palabras, de trascendencia.
Pero déjese de lado, por ahora, sin resolver ese problema y mejor reflexiónese sobre qué tanto las tesis que desarrolla Franco Berardi (Bifo), sociólogo italiano en su libro La fábrica de la infelicidad (Traficante de Sueños, España 2003) pueden hoy aterrizar en la realidad contemporánea del país, suponiendo que, como escribe Berardi (y esta es sólo una de las varias tesis, trágicas todas, de su libro), “el proceso de producción globalizado tiende a convertirse en un proceso de producción de mente por medio de la mente. Su producto específico y esencial son los estados mentales […] Tal proceso no se da sin una auténtica mutación antropológica que en primer lugar afecta al psiquismo social e individual […] El hardware de los organismos bioconscientes está en fase de mutación, de rediseño acelerado.” Y eso conduce, de entrada, a una pregunta esencial: ¿qué tanto la construcción de los mundos felices a los cuales, por medio de la tecnología y el consumo, da vida el capitalismo contemporáneo (ni postmodernidad, ni modernidad líquida, ni neoliberalismo, sólo capitalismo puro) son instrumentos ideológicos diseñados para enajenar la conciencia de toda la población que habita las sociedades contemporáneas, y que genera problemas de enfermedad generalizados?
Vivir en sociedades enfermas y, sobre todo, que tienden (inconscientemente, quizá) cada vez más hacia la enfermedad, en verdad pinta un futuro muy poco alentador para sociedades como la nuestra.
Razones enfermas: tecnología y consumo
A partir del engaño, ¿de qué manera las sociedades capitalistas contemporáneas construyen el futuro? Lo primero es dejar claro que las sociedades mencionadas utilizan el engaño para someter a sus designios a la mayoría de la población, pues ello es un elemento fundamental de los procesos de explotación en que está basada su existencia. Hay maneras infinitas de engañar; en este caso, las sociedades contemporáneas viven dos procesos engañosos predominantes. Uno, el consumo. Dos, la tecnología.
El primero funciona como supuesta panacea: al consumo se le considera como sinónimo de un desarrollo (falso) o de un supuesto bienestar que, en los hechos, conduce fatalmente a la enfermedad, bien sea desde su acepción de moda o desde la idea de modernidad. Optar por el consumo desmedido o distorsionado, que es propio del capitalismo desde sus orígenes, ha conducido siempre (en el seno del propio capitalismo) a procrear conductas que fatalmente se han vuelto las causas primordiales de la morbilidad existente en las sociedades asociadas a ese modo de producción.

El otro engaño generalizado en las sociedades contemporáneas es el de la tecnología, la cual se asocia por lo común con una modernidad altamente desarrollada, sin tomar nunca en cuenta que, hasta hoy, ha evolucionado solamente como sustento –por un lado– de la automatización creciente del trabajo (de todo el trabajo y no sólo del trabajo fabril) y, por el otro, como generadora de tensiones sociales dado que, como escribe Bifo, “tal proceso no se da sin una auténtica mutación antropológica que en primer lugar afecta al psiquismo social e individual”. Duro dilema, entonces: mientras la tecnología esté dominada por el capitalismo, irremediablemente va a conducir al estrés (y al cúmulo de enfermedades desde allí generadas) o a la modificación de los modos de vida tradicionales (la agricultura, la mitología, la magia, la herbolaria, etcétera) del homo sapiens.
La pregunta es sencilla: ¿qué sociedad actual no tiene como paradigmas para lograr su desarrollo el consumo y la tecnología en los términos aquí apenas esbozados?
¿Hacia dónde caminamos realmente?
Hace algunos años, el maestro José Manuel Naredo (Archipiélago núm. 62, España, 2004), hablaba de cómo hoy el cuerpo social actúa igual que el cuerpo humano cuando éste se ve afectado por un carcinoma maligno: sus conductas reflejan tendencias mortales (metástasis), sin que haya posibilidad alguna de sobrevivencia. La metáfora es contundente: no sólo estamos terminando físicamente con el cuerpo sino, lo más grave, también con el entorno (o medio ambiente) en el que ese cuerpo se ha movido tradicionalmente. Dilema o no dilema, hay algo cierto: se busca que la carrera por la modernidad inicie cada vez desde etapas más tempranas, por lo cual el ser humano es consecuentemente sometido a una serie de entrenamientos extremos, a fin de insertarse con éxito en los circuitos de la competencia social, particularmente en el ámbito educativo (aunque no sólo éste). Entonces, allí el problema es: ¿quién maneja, quién fija las competencias? La respuesta, según Luhmann, es simple: el sistema social, y las reglas y ordenamientos del sistema social no competen hoy a la mayoría de los humanos, sino que esa mayoría, por el contrario, se distingue por estar sometida a círculos de poder cada vez más estrechos, cuyos designios finalmente son los que están conduciendo hacia un mundo mortalmente enfermo (engaño, consumo, tecnología).
Pero, desde luego, el dilema subsiste: ¿negarse a la modernidad o navegar con ella, suponiendo que, en un determinado momento, vamos a poder contrarrestar sus efectos negativos o creer que si no la aceptamos vamos a quedar marginados de la Historia? Es obvio que, históricamente, todo indica que las tendencias marcan hacia la negatividad (aceptar acríticamente la modernidad) más que hacia la posibilidad de contrarrestar y vencer esas tendencias negativas; claro, mientras los humanos vivamos en el sistema social en el que estamos viviendo, cuyas reglas operan siempre en favor de los intereses de quienes, muy elitistamente, se encargan de diseñar, fijar y operar dichas reglas. Cualquier otra visión del sistema es interesada o utópica (en el mejor de los casos) y conduce irremediablemente a suponer que el tiempo de la catástrofe se retardará tanto que a lo mejor no nos toca a nosotros.
Tristeza y enfermedad: caminos que se entrecruzan
Cuerpo, comunidad y naturaleza gravemente enfermos producen por necesidad tristeza. Todo dolor –acompañante común de la enfermedad– genera tristeza, tanto en quien lo padece como en aquellos que lo contemplan o lo acompañan; un dolor enfermizo y enfermo que se multiplica cuando los servicios de salud que, se supone, lo deben de paliar atendiendo a la enfermedad, son insuficientes o ineficaces. Estar cerca o sufrir la enfermedad en México (aunque, claro, no sólo aquí) es hoy reflejo fiel de esos efectos: la saturación de los servicios de salud (más los públicos que los privados) lastima ante su contundencia y refleja, sobre todo, el grave daño de malestar enfermizo que aqueja a la sociedad y la torna hoy una sociedad triste. ¿Cuánto cuestan al erario público hoy los servicios de salud y cuánto irán a costar en un futuro no muy lejano, en la medida en que la obesidad se incrementa explosivamente y, por ende, el cáncer, las enfermedades cardiovasculares y la diabetes? Si eso no causa suficiente tristeza en el presente, ¿no la causará en el futuro? Pero ese no es el único problema. Cuando el carcinoma tiene que ver no sólo con el cuerpo humano sino con la sociedad toda, la tristeza se generaliza y se torna en un problema de carácter social de dimensiones inconmensurables. ¿Qué tan descompuesto está el cuerpo social (entendiendo por éste al conjunto de correlaciones que el hombre establece con sus semejantes y con el entorno natural y espacial en el cual vive)? El éxodo masivo del campo hacia las ciudades, ¿cuánto ha costado en términos de producción alimentaria y surgimiento de enfermedades propias de las aglomeraciones citadinas? ¿Acaso no es verdad que, hoy, el trabajo (cualquier tipo de trabajo) enferma al hombre a partir del estrés, y las respuestas que se dan a ello enferman aún más (la ludopatía, el bulling, la agresividad, la drogadicción, el party loco)? Está enfermo, gravemente enfermo, el medioambiente: el petróleo, el CO2, el agua (del mar y dulce), la erosión, la deforestación, el fin de especies endémicas...
Empero, hay algo más igualmente grave: las relaciones sociales están contaminadas y sufren de enfermedad, pues el nuevo régimen de producción (el sustentado en la tecnocomunicación), que no ha dejado de ser capitalista, ha desplazado a la mano de obra (cada vez ocupa menos) y las posibilidades de sobrevivir a través del trabajo se reducen a su mínima expresión, lo que ha extendido y multiplicado a la pobreza de una manera alarmante (analizar el crecimiento de ésta los últimos diez años en México lo deja a uno apabullado), lo cual abre campos cada vez mayores a un conjunto de actividades de carácter delictivo que marginan así a sectores cada vez más amplios de la población: informalidad, narcotráfico, tráfico de infantes, prostitución, migración y un etcétera muy amplio.
¿Acaso lo descrito en los renglones anteriores (la correlación entre tristeza y enfermedad) no depara, consciente o inconscientemente, el hecho que Berardi señala en su libro?: “Hay que reconocer que la introducción –tal vez imparable– de una bioeconomía difusa supone el fin del humanismo moderno, de su vocación racionalista y del universalismo que se sustenta en él.”
¿Hay esperanza?
Frente al panorama desolador aquí descrito (resultado en gran medida de la lectura del libro de Bifo) surge la pregunta: ¿nada queda por hacer entonces? El esbozo de respuesta lo ofrece el autor en los siguientes términos: “La acción eficaz es aquella que interviene sobre acontecimientos segmentarios, sobre microprocedimientos, sobre la nanotecnología social. Los microprocedimientos son recombinaciones guiadas por reglas incorporadas al tecnocosmos.” Sin embargo, las dificultades para concretar esos microprocedimientos son de naturaleza múltiple; quizá por eso, al final del libro, Berardi confiesa que “la comprensión del vacío, la plena comprensión de la condición de la Vacuidad, es el nivel más elevado del conocimiento budista –Bardo Thodol. Una condición mental de ligereza y disponibilidad, la ausencia de miedo y agresividad. Propongo que veamos estos dos modos de la mente, gran compasión y comprensión del vacío como horizontes de la época global”.
Pero más allá de compartir o no la validez de la propuesta anterior, es evidente que plantea cuestiones de gran trascendencia para enfrentar la crítica situación contemporánea.
La primera sería tener nociones ciertas, lo más ciertas posible, sobre las dimensiones del futuro catastrófico que se avecina si no se logran modificar en un lapso de tiempo prudente las condiciones en que el mundo contemporáneo está evolucionando. La segunda cuestión que se desprende de los planteamientos de Berardi es aún más compleja, pues si bien en cuestiones nanotecnológicas las variables son más o menos estables y por ello controlables, en el caso de los microprocedimientos (la nanotecnología social) se pierde la estabilidad y el control pues, dada la autonomía e independencia de ellos, su comportamiento no es previsible, ya que su accionar es por lo común estocástico, como lo han sido hasta hoy, por ejemplo, los movimientos de resistencia emprendidos particularmente por los jóvenes los años recientes.
Finalmente, la tercera cuestión tiene que ver con procesos que implican experiencias diversas; es decir, incorporar a los microprocedimientos todo tipo de luchas que conlleven, desde muy diversos campos, hacerle frente a la dura y cruda realidad capitalista, que destruye tanto individual como colectivamente, comunitaria como medioambientalmente, que no deja de hecho nada con vida.
Hoy puede predominar el pesimismo de la tragedia, pero, como Aristóteles afirmaba, siempre hay que tener confianza en que alguien (él ya no lo pudo hacer) le dará vida a la comedia.

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