Como Ulises me llamo Nadie. Como el demonio de los Evangelios mi nombre es Legión. Soy tú porque eres yo. O serás porque fui. Tú y yo. Nosotros dos. Vosotros, los otros, los innumerables ustedes que se resuelven en mí. (…) Después fui, al punto de convertirme en lugar común, símbolo de la sabiduría. Porque lo más sabio es también lo más obvio. Como nadie quiere verlo de frente nunca estará de sobra repetirlo: No somos ciudadanos de este mundo sino pasajeros en tránsito por la tierra prodigiosa e intolerable. Si la carne es hierba y nace para ser cortada, soy a tu cuerpo lo que el árbol a la pradera: no invulnerable, tampoco perdurable, sí material más empecinado o resistente. Cuando tú y todos los nacidos en el hueco del tiempo que te fue dado en préstamo acaben de representar su papel en este drama, esta farsa, esta trágica y bufa comedia, yo permaneceré por largos años: descarnada desencarnada. Serena mueca, secreto rostro que te niegas a ver (arráncate la máscara: en mí hallarás tu verdadera cara), aunque lo sabes íntimo y tuyo y siempre va contigo. Y lleva adentro, en fugaces células que a cada instante mueren por millones, todo lo que eres: tu pensamiento, tu memoria, tus palabras, tus ambiciones, tus deseos, tus miedos, tus miradas que a golpes de luz erigen la apariencia del mundo, tu alejamiento o entendimiento de lo que realmente llamamos realidad. Lo que te eleva por encima de tus olvidados semejantes, los animales, y lo que te sitúa por debajo de ellos: la señal de Caín, el odio a tu especie, tu capacidad bicéfala de hacer y destruir, hormiga y carcoma. (…) Porque voy con ustedes a todas partes. Siempre con él, con ella, contigo, esperando sin protestar, esperando. De los ejércitos de mis semejantes se ha forjado la historia. De la pulverización de mis añicos está amasada la tierra. (…) Así, quién lo diría, yo -máscara de la muerte- soy la más profunda entre tus señales de vida, tu huella final, tu última ofrenda de basura al planeta que ya no cabe en sí mismo de tantos muertos. Si bien sólo perduraré por breve tiempo, de todos modos muy superior al que te concedieron. (…) Toda belleza y toda inteligencia descansan en mí, y me repudias. Me ves como señal del miedo a los muertos que se resisten a estar muertos, o a la muerte llana y simple: tu muerte. Porque sólo puedo salir a flote con tu naufragio. Sólo cuando has tocado fondo aparezco. Pero a cierta edad me insinúo en los surcos que me dibujan, en los cabellos que comparten mi gastada blancura. Yo, tu verdadera cara, tu apariencia última, tu rostro final que te hace Nadie y te vuelve Legión, hoy te ofrezco un espejo y te digo: Contémplate.
(José Emilio Pacheco, “Prosa de la calavera”, en “Fin de siglo y otros poemas”, México, Fondo de Cultura Económica
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