Civilizacion Suicida

Libre de toda atadura, sea legal, social o cultural, el capital domina, impone, arrasa, se expande y se multiplica, explota al trabajo humano o al de la naturaleza, y termina expresando con precisión el sentimiento de sus progenitores: la ambición insaciable, el deseo obsesivo de poder. Su mercado es una fuerza voraz, una inundación indetenible, incapaz como proceso de autorregularse (cibernéticamente conforma una retroalimentación positiva, termodinámicamente, una entropía). Todo aquello que Marx describió hace más de siglo y medio durante el nacimiento del capitalismo, se cumple hoy con pasmosa exactitud, aunque en una magnitud sobrecogedoramente mayor. La codicia es tan descomunal, que los capitalistas unidos matarían a Dios o destruirían al planeta entero si ello fuera rentable. En suma, no es el ser humano, ni siquiera la civilización moderna, sino su motor, el capital, la causa última de las crisis actuales. Es la acumulación progresiva de esta irracionalidad, la que ha dado lugar a una civilización suicida, a un gigantesco experimento autodestructivo, a un proceso carcinógeno en el cuerpo entero del planeta.

No hay mejor dimensión para corroborar lo descrito que el espacio, es decir, los territorios en sus diferentes escalas y, muy especialmente, las regiones. Ya innumerables estudiosos, entre los que destaca el geógrafo brasileño Milton Santos, han revelado cómo la configuración y el comportamiento de las regiones, sus morfo-fisiologías, resultan del encuentro o del conflicto entre las fuerzas económicas del capital y las fuerzas sociales que se le resisten. Pero he aquí que existe además un árbitro dedicado a atenuar o darle solución a esta conflictividad, que por cierto siempre es de carácter doble, social y ambiental: el Estado. Por ello, todo territorio será siempre un espacio en equilibrio o en desbalance, sano o enfermo, vigoroso o al borde del colapso, resultado del juego de fuerzas entre el poder económico (el capital), el poder político (el Estado) y el poder social (los ciudadanos organizados).

A estas alturas del partido, nadie puede afirmar seriamente que los gobiernos del mundo, sean de derecha, centro o izquierda, estén actuando de manera imparcial en el juego de poderes y, mucho menos, que estén orientando las partidas hacia el fortalecimiento del poder social o ciudadano. En su fase corporativa y global, el capital ha doblegado, penetrado, corrompido, con muy escasas excepciones, a los poderes políticos contemporáneos. En la dimensión espacial, este hecho se expresa en la sujeción más o menos completa del trabajo humano a los intereses del capital y, lo que es más importante, en la alteración, dislocamiento y colapso de los procesos de la naturaleza. Todo ello sin que los estados hagan mayor cosa por evitarlo. En las regiones, lo que bajo las dinámicas tradicionales se mantenía en un cierto equilibrio, bajo los nuevos mandos del capital se vuelve un franco desorden. El movimiento natural de las aguas se ve afectado por el agotamiento de los manantiales o la obstrucción, la contaminación o el sobre uso, y lo mismo sucede con la reposición de los suelos. A escala regional los ciclos se dislocan y los paisajes pierden su equilibrio, dando lugar a fenómenos imparables de deterioro. Con ello los recursos que sostienen a las sociedades locales se ven disminuidos e incluso agotados, convirtiendo al mundo en un gigantesco escaparate de millones de pequeños territorios donde la irracionalidad social y ambiental, al irse acumulando, dan lugar a afectaciones globales cuyo efecto final es el calentamiento del planeta.

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