Lucha Libre

LA LUCHA LIBRE



UN ICONO SOCIAL

La imagen del luchador enmascarado es, tal vez, después de la Virgen de Gudalupe, el icono con el que más se identifican los mexicanos. “Análisis recientes sobre el culto de las imágenes a lo largo del siglo XVII, nos permiten ver una aparente similitud: si en las manifestaciones de aquel tiempo la llamada idolatría prehispánica vivía su momento de declinación, marginada por el nuevo catolicismo indígena que había hecho una reinterpretación del cristianismo, por otro lado revivía el antiguo culto prehispánico”, menciona el historiador Serge Grusinsky, acerca de la idolatría a la imagen en este país.Una cultura colonizada, de mestizajes e ídolos caídos como la mexicana, no podía tener mejor paladín justiciero que un antihéroe enmascarado rifándose, cuerpo a cuerpo, sin más poder que su voluntad y coraje, en la arena, ese espacio ritual donde las divinidades muestran a los narradores la lucha eterna del bien y el mal entre seres míticos.

“Es evidente cómo la lucha recuerda las fiestas de los pueblos indios y los urbanizados que se desarrollan alrededor de la imagen de un santo católico”, señala Tiziana Bertaccini en el ensayo La lucha libre ritual y ceremonial. Y agrega. “Además, las funciones de lucha, así como las fiestas indo-campesinas, se desarrollan en un torbellino de música, gritos y ruidos, acompañadas por comida y bebida”.Tal es la fascinación por las máscaras en la vida moderna de este país, que artistas como el inglés Demian Hirst decidió realizar una función de luchas el día que inauguró su primera exposición en América Latina. Y el subcomandante Marcos eligió encabezar en Chiapas la última insurrección indigenista del siglo XX desde el anonimato que le brindaba su capucha, la cual se convirtió en un icono pop de rebeldía que logró inmortalizar al héroe-poeta disfrazado de guerrillero.

LOS HACEDORES DEL MITO

Es así que la lucha libre mexicana en el siglo XXI fue lanzada a la iconósfera mediática para convertirse en el símbolo que identifica lo mexicano en esta era globalizada. Y no es para menos. En la cárcel o los mercados; entre albañiles, policías, artesanos e intelectuales; no importa el lugar o la profesión, la lucha libre se manifiesta.

Un rito moderno que, según el escritor Carlos Monsivais, “pertenece a la época de oro de la cultura popular en América Latina, que abarca clases sociales, generaciones; es capitalina, regional y nacional”.La lucha nació y prosperó paralelamente al crecimiento de la ciudad, con la llegada de los inmigrantes del campo. Era urbana por sus orígenes y por las connotaciones de actividad deportiva moderna pero, al mismo tiempo, conservaba muchos elementos que recordaban mitos, leyendas, creencias de tipo indocampesinas, por lo que siempre estuvo asociada a las clases populares. Y la arena vista como el estanque populachero donde se escuchaba el lenguaje más procaz. Pero ahora, tal es el consumo de su iconografía en todos los niveles sociales, que ha generado una microeconomía que se mantiene de la fe y la devoción de quienes reinventan década tras década este deporte-ritual.“En este país, uno crece jugando a las luchitas, con los muñequitos, leyendo cuentos y viendo películas”. Es don Manuel Molina, un artesano que desde hace 20 años ha convertido su pasión por la lucha en su principal fuente de ingresos. Tiene 46 años y desde los 15 es aficionado al pancracio. De adolescente entrenó con su hermano. Quería ser luchador profesional, pero no aguantó “los chingadazos”, recuerda. Fue chofer de un auto de carga pero decidió continuar con su vocación artesanal y comenzó a inventar juguetes, bustos, figuras y cuanto fetiche existe alrededor de la lucha libre. “La lucha es todo en mi vida.”, dice mientras enumera los países donde es conocido su trabajo: Japón, Inglaterra, Panamá, Francia, Puerto Rico.La entrevista se desarrolla en el interior de la Sala de Arte José María Velasco, una pequeña galería estatal enclavada en el cruce en dos de los barrios históricos de esta ciudad: la temible Guerrero y el legendario Tepito, ambos semilleros de ídolos del boxeo y la lucha libre.

“Los constructores del mito”, lleva por nombre esta exposición que exhibe máscaras, fotografías, artesanías y películas acerca del pancracio y de los hombres que, como don Manuel Molina, han logrado ilustrar y alimentar este culto moderno.Arturo Bucio es otro de los constructores del mito, y recuerda cómo se convirtió en un hacedor de máscaras. Bucio creció entre capuchas y gladiadores, quienes llegaban al taller de su padre para solicitarles un equipo antes de saltar a los encordados.Hacer máscaras es toda una tradición en su familia. “Para mí la máscara es parte de esos rituales de la cultura prehispánica, que eran utilizadas en ceremonias y combates”, reflexiona Bucio. “Y quien se la pone, un personaje mítico que guarda su identidad para convertirse en una incógnita.

El usar una máscara es adquirir otra personalidad”, detalla. Lycras de nylon, telas metálicas, vinilo, piel, hologramas, estoperoles, parches, mallas, trusas, máscaras, botargas, espinilleras, brazaletes, rodilleras, son diseñados en el taller de Arturo Bucio, donde laboran tres generaciones: su padre, él y su hijo.

ARDE LA ARENA

Es viernes, fin de semana, y el menú de la vida nocturna de la Ciudad de los Imecas (DF) incluye la tradicional función de lucha libre. La Arena México, ubicada en la calle de Doctor Lavista en la colonia Doctores, hacia las ocho de la noche será un hormiguero de autos, vendedores ambulantes y revendedores. Se construyó en 1956. Su dueño, Salvador Lutteroth González (Colotlán, Jalisco, 1897), fue un capitán del ejército mexicano fiel a Alvaro Obregón, uno de los personajes centrales de la Revolución Mexicana. En 1933 fundó la Empresa Mexicana de Lucha, la más antigua del mundo, y tal vez nunca imaginó que estaba sembrando la semilla de lo que sería uno de los arquetipos culturales de la mexicanidad.

El cielo brilla con la intensidad que lo hacen las máscaras que se exhiben en aparadores desmontables colocados sobre la vía pública a la entrada de la Catedral de la Lucha Libre Mexicana. Por momentos, las cientos de máscaras que cuelgan por doquier evocan esos paneles de cráneos conocidos como tzompantlis, donde los mexicanos exhibían a los guerreros enemigos. Las máscaras, sin duda, son el elemento distintivo de este carnaval de simulaciones y festejos paganos, y el ritual en la arena, la catarsis de la neurosis urbana.Familias enteras, sensuales mujeres, adolescentes desmadrosos; yuppies perfumados y burócratas avanzan hacia las gradas de este coliseo que reúne cada viernes a unos 10 mil chilangos dispuestos a gritar y a mentarles la madre a rudos o técnicos por igual. “La globalidad ha generado que todo sea uniforme y que nos fascinemos con lo local de otras culturas. Pero lo que ahora sucede es que estamos descubriendo, con una visión de afuera, la riqueza de este deporte-espectáculo que hasta hace poco era visto como cliché, y está siendo reconsiderado como algo que sólo producimos nosotros”, reflexiona Alfredo Matus, director de la galería Velasco, mientras busca el lugar que indica su ticket.

La cartelera de esta noche, al igual que el cielo, se encuentra llena de estrellas. La pelea estelar será entre un gigantón llamado Black Warrior, y Místico, un ágil personaje de máscara blanca, que ha hecho del aire su reino y que es el orgullo de Tepito, el barrio donde nació. Bucio, Molina, Rosalio Vera, fotógrafo oficial de la Arena México, quien también participa con sus fotos en la galería Velasco, no podían perderse esta pelea en la que se enfrentan quienes hasta la semana pasada eran inseparables amigos. La razón de la repentina enemistad es que Místico se equivocó en un tope y le pegó a Black Warrior, éste rompió en cólera y lo retó.

FAMILIA DE VIERNES


Rosalio Vera tiene 20 años de fotógrafo oficial del Consejo Mundial de Lucha Libre y, dice, este tipo de enfrentamientos son clásicos en las arenas mexicanas.Es como una telenovela, donde primero los luchadores son amigos, después se pelean y llevan su pique al cuadrilátero, hasta que se disputan máscara y cabellera, o uno de ellos se convierte en malo. “Esos son los ingredientes que la hacen única, la complicidad del público y los luchadores. Aquí es una telenovela con final abierto, inesperado; en Estados Unidos es un show preparado que ya viste diez veces”, desliza Vera. El ritual inicia cuando la arena queda a oscuras y entre las tinieblas, iluminados de manera espectral con luces multicolores, emergen un par de gladiadores con cuerpos esculpidos por dioses. Las edecanes, curvilíneas y exuberantes, le agregan otra dosis irreal a lo que está por suceder. Mientras, vendedores de cerveza, tortas, dulces y toda golosina que sirva para contener los nervios o estimular los sentidos van y vienen intentando no estorbar ante la airada rechifla de “órale cabrones, dejen ver”. El público es variopinto. Hombres lujosamente vestidos observan tímidos como la señora de al lado, con su recién nacido en brazos, no deja de gritar. “Así serás bueno, pinche grandulón”, le aconseja a Black Warrior cuando el arbitro determina que ha ganado la primera caída.

Rosalio Vera sonríe cuando escucha a las mujeres que gritan o amena- cabrón, la carne de burro no es transparente”. “Parece una catarsis; he visto que las mujeres le gritan al luchador como si fuera su marido, y al finalizar le piden un autógrafo. Y los luchadores son hasta tímidos, creo que descargan toda su neurosis luchando porque son todos buena onda”, sentencia Vera. “Una de las cosas que provocan que las luchas se conviertan en una gran performance es la comunión entre público y luchador”, comenta desde su butaca Alfredo Matus entre una torva de gritos y aplausos, cuando inicia la segunda caída. Quienes acuden a las luchas forman una gran familia, la cual cada viernes tiene su reunión alrededor del encordado. Las primeras filas, contrario a lo que se pudiera creer, están reservadas para la gente que ha hecho de la lucha una forma de vivir.

Aquí no hay ring side como en el boxeo, donde el que tiene más dinero puede estar más cerca. Al contrario, a los verdaderos aficionados, el dueño de la arena les asigna toda una hilera de asientos. Guillermina Zarzosa es una de ellas. Lleva 40 años de saludar y ver pasar a su lado a las más grandes luminarias del pancracio; su asiento no puede estar mejor ubicado, se encuentra junto al lugar por donde salen los luchadores del vestidor. La apodan La Cavernaria, porque su ídolo fue El Cavernario Galindo, un rudo que marcó toda una época.Llegó de niña a las luchas de la mano de su padre, después se casó y por algunos años se ausentó de la arena; ahora lleva 44 años de ir viernes a viernes. Los encapuchados antes de iniciar la función bajan a saludarla, ante la envidia de decenas de mujeres que no saben qué les seduce más de los luchadores: si su valentía, su cuerpo espectacular o la fantasía de saber quién está detrás de esa máscara.

La Cavernaria rememora el momento más grato que tiene de la lucha: una cena con El Santo, la cual ganó por recordar, con precisión de computadora, día, fecha y año en que debutó el Enmascarado de Plata.Una espigada y curvilínea edecán anuncia la tercera llamada y provoca que una ola de chiflidos, piropos, mentadas de madre, sonidos de tambores, gritos e insultos vuelen por los aires. “Orale güey, éntrale”, increpa La Cavernaria al Místico, quien busca el lado más débil de su rival para derribarlo. Black Warrior toma de la máscara a Místico y de un zarpazo le vuela media capucha, después sube a la tercera cuerda y hace un rictus de poder empuñando la mano derecha. Pero por más ademanes que hace, a nadie espanta. “Culero, culero”, le gritan, mientras el Místico se repone y con las piernas lo toma del cuello y lo lanza con furia hacia afuera del ring. “Déjalo, cabrón”, de nuevo le grita La Cavernaria. “Dale, Místico”, anima un grupo de mujeres que portan una pancarta.Black Warrior reacciona y toma la esbelta figura del hombre de la máscara blanca y lo sube con las dos manos por encima de su cabeza, como ofreciendo un tributo humano a las fuerzas del mal que lo protegen.

Mientras la arena comienza a gritar: “¡Místico! ¡Místico!”, quien parece resucitar con la energía que le regalan sus seguidores. El héroe plateado se zafa y gira de manera espectacular alrededor de Black Warrior; le da una, dos y hasta tres vueltas y lo tira al suelo para aplicarle “la mística”, una palanca al brazo, y poder rendirlo. El árbitro se lanza igual de espectacular que ellos e inicia el conteo: “1, 2, 3...”. Un silencio sepulcral recorre fila a fila la arena, como tomando fuerzas para estallar cuando uno de los dos gladiadores se convierta en el ganador de la noche.

Texto: Samuel Mesinas

Tecnicos contra Rudos


Un público heterogéneo que cuenta entre sus filas con adolescentes tatuados de ambos sexos, hombres de negocios, madres acompañadas de inquietos críos, y abuelos de enérgicos gestos y palabras, abarrota uno de los estadios de lucha más antiguos del mundo. Contemplan en mística comunión cómo los “técnicos” –los luchadores disfrazados de sacerdotes, santos y otras figuras nobles- libran una batalla cuerpo a cuerpo contra los “rudos”, -contendientes que representan a policías corruptos, mafiosos y borrachines- en una estampa que se repite por barrios populares de de todo el país.Con una estética singularmente exagerada, estos combates teatrales de violencia sin consecuencias entre representantes -muchas veces pasados de edad y peso- del bien y el mal, trivializan y exorcizan entre el griterío los males cotidianos de una sociedad en la que históricamente las máscaras han tenido gran importancia; de los aztecas a los zapatistas.El Santo, Blue Demon, Tinieblas, Solar, Huracán Ramírez, el Bello Greco, el Perro Aguayo, La Diabólica…

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1 comentario:

Anónimo dijo...

te invito a mi blog, creo que te va a gustar: www.enestaesquina.org

hablo bastante de lucha libre desde la optica cultural