Por: Sabina Berman ( Proceso ) 4 de Julio 2012
Dos Méxicos se enfrentaron en las casillas este 1 de julio del 2012. Dos Méxicos
con distintas urgencias, distintas formas de ver el poder, con distintas
prioridades.
Un México que se encuentra en torno a la raya de la sobrevivencia desde
siempre y otro México que hace tiempo la rebasó, que goza de salarios, de
educación, y lo que ahora exige son derechos plenos y bonanza.
Un México que ve al poder de abajo a arriba, como si estuviese siempre de
rodillas, como si los que gobiernan estuviesen siempre en el balcón de un
palacio inaccesible, y un México que quiere limitar a los que gobiernan a ser
administradores eficaces, honrados e imaginativos del bien común, y sujetos a
rendir cuentas.
Un México cuyas prioridades son la manutención alimentaria y la seguridad
mínima, y otro México que deseaba un cambio profundo.
¿De ese México pobre cuántos votos fueron comprados con despensas y monederos
electrónicos y láminas para los techos de sus casas? ¿De ese México que acepta
mirar de abajo hacia arriba a los funcionarios cuántos fueron llevados por sus
sindicatos y sus caciques a votar?
En las deficiencias de nuestro sistema electoral está la incapacidad de
contar ese voto cooptado. ¿Es el 10%, como calculan algunos expertos, el mismo
porcentaje que separa al ganador, Enrique Peña Nieto, del segundo lugar, Andrés
Manuel López Obrador? No lo sabremos a ciencia cierta.
También esta elección fue un veredicto de los 12 años de gobierno del PAN. El
PAN no llevó al país a un estado de justicia y prosperidad suficientes para que
fuera imposible el regreso de un PRI idéntico al PRI que gobernó durante el
siglo XX.
Y también esta elección fue un veredicto sobre la izquierda, a la que parecía
tocar el turno de llegar a la Presidencia por pura lógica de la alternancia. La
izquierda supo diagnosticar los males del país –la corrupción endémica, la
ausencia de un sistema de justicia, una guerra frontal contra el narco que regó
al territorio de sangre y violencia, una concentración del poder y el dinero en
las élites, una clase política engreída en sus privilegios–, pero no supo
plantear un sueño colectivo para el siglo XXI, suficientemente atractivo para
que una mayoría se desprendiera de sus filiaciones acostumbradas.
Y sin embargo, Enrique Peña tendrá que gobernar también para y con esa mitad
de México que no votó por él. Su dilema es encarnar lo que sus detractores
piensan de él: que es en efecto el regreso del pasado, o asumir sus anhelos de
justicia y prosperidad.
Ya nos lo dirán sus primeras acciones. Si abre las puertas del palacio a los
40 ladrones que se acomodaron en los rincones de su campaña, si sabe enfrentar a
los monopolios y disolverlos, si cumple su promesa de utilizar su mayoría en el
Congreso para aprobar reformas estructurales, si aprende a usar el idioma para
nombrar la realidad o sigue la tradición priista de usarlo para
enmascararla.
Lo que es seguro es que Peña Nieto no es un exorcista. Esa mitad mexicana que
mira al futuro no se esfumará en diciembre. Ahí estará, no de rodillas, no
mirando con asombro hacia el balcón del Presidente, sino sonando las alarmas en
cuanto éste dé un paso hacia el pasado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario