Sin duda, el naco es el descendiente legítimo del pelado y del lépero, esos fantasmas del latifundismo urbano, la gleba hirviente en los numerosos motines del XIX, los saqueadores del Parián, los incapaces de ilustración y gracia y refinamiento y distinción, los del pelambre hirsuto sobre los labios, los caricaturizados alegremente —junto a una “changuita” (sirvienta) de moños colorados— por Audifred y cruelmente (espantándose las moscas) por Abel Quezada. Nacos somos todos pero la naquiza, ese plural inferiorizador, sólo designa a una turba despojada y crédula y finalmente dócil, envilecida por los mass-media, entre el desempleo y el subempleo, azotada entre pésimas rolas, alivianada entre los cuates, educada en lo que a política sexual se refiere por las conversaciones en la esquina o del atento estudio de fotonovelas como Casos de Alarma o Valle de lágrimas. Son los empleaditos y los aprendices y los vagos y aquellos que a la familia ni por aquí se le pasó que estudiaran, los seres cuyo entusiasmo se condiciona para que no lo opaque la sordera y que, símbolos del caos emergente, se van extendiendo y centuplicando, impregnando de nuevo de turbas amagadoras los edenes oníricos de la burguesía, convirtiendo en ghettos a las antaño insolentes “colonias residenciales”. Brutal y triunfalmente, la naquiza es y será de modo creciente, en su falta de politización y de salidas organizativas, el panorama ominoso de las ciudades, el paisaje vencido y enérgico que rodea al cada vez más dudoso ascenso de las clases medias y a las ruinas invictas de ese enorme aparato de triunfo y humillaciones, la difunta y voluntariosa Revolución Mexicana.
Carlos Monsivais
No hay comentarios:
Publicar un comentario